Un mal de familia…

¿Han escuchado la frase? “No tiene desperdicio”, se oye fuerte, es una frase con soberbia. Con la seguridad de que no habrá alguien que diga lo contrario. Quien la dice, asume que no hay excepción. Que no hay alguien que vaya a pensar lo contrario a lo que uno, sin humildad alguna, está afirmando. ¿Es una recomendación? Parece más una orden disfrazada con atuendo de amabilidad. De un “te lo digo”, pero “como quieras”. Pero… “sería recomendable que lo hicieras”, pero… “como quieras”. Aunque es imperdible, pero… “como quieras. Te arrepentirás si no lo haces, pero… “como quieras”. La frase de orden, ataviada de mera sugerencia. 

Pues bien, sin querer hablar con el velo de la frase entrecomillada, ayer se comunicó conmigo una persona querida, un gran corredor que admiro mucho, entre la plática sostenida me preguntó si había visto una película llamada “The Art of Racing in the Rain”, en español la tradujeron como “Mi amigo Enzo”, yo tan alejada por el poco tiempo; no así por el gusto o mi edad, del mundo de Disney, ni si quiera había escuchado de ella, no estaba en mi mapa de películas pendientes; refirió que se había acordado de mí porque la película es de un perro. Alguna vez comentamos él y yo que mi corazón aparentemente de pollo, como algunos creen, es de perro. De perro grande, peludo, con ojos hipnotizantes. Por ello, entiendo su recomendación.

Pues bien, seguí la encomienda, me dispuse con palomitas en mano a relajarme en una noche de lluvia. Solo les diría, para no contar nada más de lo permitible, que el narrador de la película es un perro, Enzo se llama.

Me niego por respeto a todos a contar nada, quitaría con palabras que no pueda controlar, el factor sorpresa; factor que no puede ser arrebatado a un cinéfilo; es parte del juego del guion, de la dirección y de la comunión que se tiene como espectador con la pantalla, con los personajes, con la historia, con la dirección, la fotografía, el vestuario, ambientación; sin duda, parte de su aprendizaje. Las películas se sienten, se viven, siempre me lo digo; al ver una película observo el cómo se deja de ser para convertirse en otro. El cine hace eso, nos muta. Nos transforma. Solo si nos permitimos observarlo. Con todos los sentidos. Hasta, con el sexto. Sí, con el sexto sentido!!!!!

El tema parece aburrido, trillado, ya tan utilizado, que no invita a nada, la historia de un perro. La película que parece tan de niños tiene muchos temas de adultos que pudieran ser dignos de una buena charla, acompañada de un café o con más confianza con el interlocutor, de un mezcal. Muchos temas a analizar, envueltos de saliva y pelos, a través de la voz de la experiencia y unos ojos de un afelpado color miel.

Quien me recomendó la película comentó que le habían salido unas lágrimas; en mi afán de ser valiente, hasta apreté los dientes para ser fuerte mientras transcurría el tiempo. Llegó un momento que me acercaba a los últimos veinte minutos; pensé que la película era buena, la temática también, pero que no había logrado hacerme llorar o sentir algo de tristeza; no omito señalar que previendo todo, junto a mis palomitas acerqué de una manera un tanto dudosa una caja de pañuelos, solo por si las lágrimas me traicionaban, debía de cuidar el maquillaje, pensé. Como nada pasaba más que una tristeza constante que me era controlable, pude relajarme y mi mentón volvió a relajarse con esas pachoncitas palomitas que hacían su trabajo de servir como compañía en momentos de película; la película ya casi por concluir; se bajan las barreras de alerta, dejamos que nos conduzca a su final. A su inminente y tranquilo final.

De pronto, sucede en segundos, como todo en la vida; la tranquilidad que uno tenía se torna en angustia, tristeza, desasosiego; comienzan entonces, a salir lágrimas, de forma enfermiza, incontrolables, los pañuelos me eran insuficientes; de lágrimas se convirtieron a sollozos tímidos, hasta que comenzaron a ser evidentes, escandalosos. Quejidos. Estaba inconsolable, ese era mi adjetivo. Abrazada a mis perritas no dejaba de llorar. Fueron mi pañuelo, los que ya se me había acabado. Mi consuelo. Mi preocupación.

Me imagino tomando un café contigo; nos sentamos en un lugar apartado, mucho de qué hablar; el mío negro, diría; el tuyo posiblemente capuchino con leche deslactosada light o algo rimbombante que parezca todo menos café; antes de que me digas cualquier cosa, te diría… Vi una película… No tienes que verla, pero… sin duda… “No tiene desperdicio”.

Nota importante al margen: mi madre la vió y le pasó lo mismo, posiblemente sea un mal de familia…

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