Mis invitados tóxicos especiales…

Hay quien galantemente entrega flores, chocolates; detalles hermosos, pero comunes, lo convencional como posiblemente lo dictaría “el Manual de Carreño”, tan probablemente invocado por esa abuelita con su cabello largo, cano y trenzado que no conocí; a mí, fuera de ese lugar seguro y conocido; con riesgo y valentía, me trajeron “pan de dulce”, envueltos con esa bolsa inconfundible de papel. Quien me conoce sabe que es mi perdición. Mi droga. Trato con una voluntad que a veces flaquea, de no entrar a las panaderías; me alejo de esos olorosos lugares; se me antojaría comprar de todo un poco; comenzaría, entonces, con mis “permisiones”, con el autoengaño que me dicta llevar “surtidito” para todos; pienso que este pueda gustarle a D, este a V, este a M, este a Ma, este a K, a J; con engaños y supuesta preocupación me llevaría uno de cada uno. Sin lugar a dudas. Lugar donde confluyen mis más temidos infiernos, del que ya no me gustaría salir.

Recuerdo mis travesías en el Centro Histórico de la Ciudad de México con mi madre, me veo entrando por la calle de República de Uruguay, en una de mis panaderías favoritas: “Ideal”; podría, sin duda perderme en ese lugar por horas. Quedarme viendo los panes, con sus trajecitos típicos de colores azucarados con que se presentan en sociedad; mientras mi olfato se mantiene ocupado en esos olores mantequillosos (el paraíso); podría, fácil contemplar ensimismada la cara de la gente escogiendo sus panes (cazando su comida a la antigua usanza). Verme en ellos, compartiendo la emoción de escoger el pan, que de seguro los acompañará en esa cena o desayuno con los suyos. Mi vicio, te confieso, observar. Ver la cantidad de pan de dulce que ponen en la charola plateada (la típica de todas), uno puede darse cuenta si se tiene con quien compartir la vida, o si son personas solitarias. Esa charola con panes es nuestra carta de presentación. Es como la gran gitana que en la calle del Centro de Coyoacán quiere leerte las cartas. Así la charola y sus panes, nos hablan. Disfruto ver a la gente haciendo cosas simples, comprando el pan, es una de ellas. Imaginar sus costumbres, ver sus sonrisas (antes del cubrebocas todo era más sencillo). Soy una confesa adicta al pan de dulce; parte de mi terapia de autoayuda es “tratar” de no entrar a las panaderías; solo “encontrarme” con el pan de dulce porque llegó a mí, como las personas; no salir a buscarlo; no salir a conocer gente; solo esperar, si son para uno llegarán, así el pan (cual destino). Así mi relación con el pan de dulce. Al correr del tiempo y en el sentido literal de la palabra, he tenido que separarme de ese gusto que siempre me había acompañado desde pequeña. La edad, el ejercicio y mi árbol genealógico que desconozco por completo pero de lo poco que sé, sabemos que se ha llevado por mi estirpe una lucha a veces no ganada contra las cosas dulces y deliciosas. Así la salud que hay que cuidar. Sigo mi prohibición a regañadientas; “no te acerques a esos lugares con olores deliciosos”, me reprimo. El pan de dulce no es mi amigo, me repito; pero en eso, viene a mi mente como recuerdo esos olores que se desprenden del pan recién hecho; reviro en la sentencia y absuelvo, no son enemigos; son amigos con los que a veces te sueles portar mal, pero te diviertes. Reconoces que es una amistad un poco tóxica, también me lo digo, así que por nuestro mutuo bien, nos debemos separar y vernos esporádicamente. Nos alejamos.

Una de las estampas que tengo en mente es entrar y voltear a ver las vitrinas repletas de panecillos coquetos espolvoreados de azúcar que me dicen “cómeme”: barquillos, besos, banderillas, bigotes, bisquets, buñuelos, campechanas, chilindrinas, chinos, churros, colchones, conchas de vainilla y chocolate, conos de crema, corbatas rellanas y sin rellenar, cubiletes, cuernos, pan danés, empanadas, encuerados, espejos, estribos, garibaldis, gendarmes, gorditas de nata, gusanos, hojarascas, ladrillos, mantecadas, moños, niños envueltos, novias, ojos de buey, pan de muerto, panqué, pie de queso, piedras, piojosas, polvorones, puerquitos, rebanadas de mantequilla con azúcar, rehiletes, roles de canela, roscas de reyes y trenzas.

No entiendo cómo la gente puede entrar por pan de sal sin voltear a ver el paraíso del pan de dulce que se hace en México. Le llaman valentía o fuerza de voluntad al rechazo a ese gusto dulce y culposo que me parece maravilloso. Pienso en todos los lugares de México, no hay uno solo en que no nos deje sorprender el pan típico; siempre están, siempre hay, acompañados de nombres que distan mucho de creatividad; que por su mera obviedad y gran variedad nos divierten.

Soy fanática de las orejas crocantes, no las suaves que se desbaratan; de las rebanas de panqué con orilla de chocolate, donde pueda comerme primero como ritual las orillas; de los espejos de chocolate, que pueda partir en pedacitos y engañarme a comer de a poco, hasta que queden solo migajas; de las adoradas piedras, que cuando puedo llegar por fin a morderlas, me las reparto a mordidas durante todo el día; de los panqués de nuez, de nata, de elote, que me gusta únicamente la parte de arriba, la quemada; por último de las donas de moca, que me dejan sin palabras, porque la boca de seguro la tengo ocupada saboreando.

Me voy… el regalo aguarda por mí. Tengo cita en la cocina, unos panes de colores llamativos esperan por mí. Es el destino del que les hablaba. Yo no los busqué; llegaron, tocaron a mi puerta y entonces, los invité cordialmente a pasar. Domingo de manteles largos. Llegaron mis invitados especiales.