Estoy fuera del país, de mi País, de ese lugar en donde me siento parte; no sé si segura, pero sí perteneciente a algo, posiblemente a una identidad, un propósito, un objetivo, unos colores. Pienso entonces que ese sentimiento se ha alejado del que tenía cuando niña. Posiblemente, defiendo mi no sentir, mi desfachatada indiferencia, porque me digo que todo cambia cuando creces; ahora la realidad se nos presenta cómo realmente siempre debió ser, a los ojos de un niño siempre solemos ser esa inocencia que todo lo ve de forma correcta, aunque desconozco si a esa edad nos preguntábamos por lo correcto o no; esa inocencia que engaña, a veces, pero nos envuelve de magia. Entonces, me pregunto por esa realidad y su objetividad que vivo recordando. No puedo hoy día ver una foto de algún momento de esa niñez aparentemente feliz que viví, en la que recuerdo no asomarse grises, ni blancos ni negros, esos colores ni pensarlo; solo asoman al recuerdo colores primarios, de esos que forman el arcoíris y que jugando a combinar creábamos más, todas las tonalidades bajo la lupa de una inocencia. Ahora, veo lo que mis padres hicieron de mí y definitivamente me niego a pensar que no hayan sido severos conmigo y mis hermanos, imagino que entre regaños matizados con palabras dulces, otras de seguro sin matiz alguno, me condujeron al camino por el que hoy me conduzco, a ese que considero lo denominan “el correcto”, a ese que aplaudo cuando encuentro a personas con vidas afines, como la que yo tuve oportunidad de vivir junto a mis hermanos.
Mis ojos vieron la perfección. El mundo que mis padres nos vendieron y construyeron en esas cuatro paredes, sí una burbuja que se sostuvo por mucho tiempo. Eso viví, eso fui y en eso me convertí. En la adulta con alma de niña en un mundo distinto al que crecí. Tratando, posiblemente, no siempre lográndolo, de hacer lo correcto, en un mundo en donde no necesariamente puede procederse así. Hay muchas reglas que no entiendo, las no escritas, las que no se dicen, las que hay que cuidar que no haya micrófonos, las de los atajos. Es un idioma que nunca entendí, en el que la Torre de Babel honra su trabajo de separar a las personas y sus intereses.
Hoy desde la trinchera de un nuevo país, pregunto si extraño al mío; una voz interna que acallo me dice que sí; pienso que cuando termino un maratón, de esos que busco con locura y logro cruzar la meta, llevo conmigo mi bandera, mi bandera mexicana, la he comprado precisamente para dicho fin (cruzar la meta de un maratón), para verme en una carrera y reconocerme con mis connacionales, que solo por serlo ya somos amigos en un lugar extranjero; busco entonces extenderla para que todos vean que soy una mexicana que lo consiguió, logró conquistar la meta en un país extranjero; grito para mis adentros con dicho símbolo que el esfuerzo ha valido la pena, los meses han valido, la alimentación, las desmañanadas, las no fiestas, el cambio de estilo de vida, el cansancio; todo ha valido; mi premio, una medalla dada por alguien que me sonríe amablemente y me felicita en un país que no es el mío, en un país que no nací.
Hoy, en la lejanía de mi tierra, pienso que mi patria no tiene colores, ni símbolos; mi patria es mi educación y mis valores, mi experiencia; traigo conmigo un pasaporte que pone orden a la organización que se ha establecido según el territorio, estado y población en el que uno tuvo la suerte de nacer; pero ese documento no es un salvoconducto para identificar que tu corazón pertenece a una Nación. Tu corazón, mi corazón, pertenece al lugar en dónde estés, con tu familia, con tu gente, con tus mascotas, contigo. No puedo sentirme más una extranjera en mi propio cuerpo. Soy una itinerante, soy una nómada. Estoy de paso por el mundo. No tengo Nacionalidad. Soy todas las Nacionalidades. No me llames extranjera. No soy una extranjera.